5/6/12

LA IMPORTANCIA DEL PERDON EN NUESTRAS VIDAS


¿Queréis ser felices un instante?
Vengaos 

¿Queréis ser felices siempre?
Perdonad

(Henri Lacordaire)





¿Sigue estando el perdón de actualidad en nuestro mundo secularizado? No son necesarios largos años escuchando confidencias para comprender la imperiosa necesidad que tenemos de él; porque, en efecto, nadie está libre de he­ridas, como consecuencia de frustraciones, decepciones, problemas, penas de amor, traiciones... Las dificultades de vivir en sociedad se encuentran por doquier: conflictos en las parejas, en las familias, entre amantes separados o personas divorciadas, entre jefes y empleados, entre ami­gos, entre vecinos y entre razas o naciones; y todos tienen algún día necesidad de perdonar para restablecer la paz y seguir viviendo juntos. En la celebración de unas bodas de oro preguntaron a la pareja el secreto de su longevidad conyugal. La esposa respondió: «Después de una pelea, nunca nos hemos ido a dormir sin pedirnos mutuamente perdón».

Para descubrir la plena importancia del perdón en las relaciones humanas, intentemos imaginar cómo sería un mundo sin él. ¿Cuáles serían las graves consecuencias? Estaríamos condenados a elegir una de las cuatro opciones siguientes: perpetuar en nosotros mismos y en los demás el daño sufrido, vivir con el resentimiento, permanecer aferrados al pasado o vengarnos. Examinemos estas op­ciones con mayor detenimiento.

Perpetuar en sí y en los demás el daño sufrido

Cuando lesionan nuestra integridad física, moral o espi­ritual, algo sustancial ocurre en nosotros. Una parte de nuestro ser se ve afectada, lastimada, yo diría que incluso mancillada y violada, como si la maldad del ofensor hu­biese alcanzado nuestro yo íntimo. Nos sentimos inclinados a imitar a nuestro ofensor, como si un virus contagioso nos hubiese contaminado. En virtud de un mimetismo mis­terioso más o menos consciente, tendemos a nuestra vez a mostrarnos malos, no sólo respecto al ofensor, sino tam­bién con nosotros mismos y con los demás. Un hombre que vivía con una mujer que se había divorciado poco tiempo antes me contaba las dificultades que experimen­taba en su vida en común: «A veces —me decía— tengo la impresión de que se desquita conmigo de las tonterías por las que le hizo pasar su marido».

La imitación del agresor es un mecanismo de defensa bien conocido en psicología. Por un reflejo de supervi­vencia, la víctima se identifica con su verdugo. En la magnífica película danesa Pele el conquistador, no con­seguimos explicarnos cómo un niño tan bueno como Pele se divierte azotando a su amigo retrasado mental. Todo se aclara cuando recordamos que Pele no hace más que re­producir en un inocente el comportamiento del mozo de cuadra que le había humillado a latigazos en el pasado. Encontramos el mismo fenómeno en la película biográfica de Lawrence de Arabia, en la que asistimos a un cambio radical del carácter del héroe: después de haber sido tor­turado, se convierte en un ser totalmente distinto; de tener un carácter pacífico y filantrópico, se vuelve agresivo hasta el sadismo. ¿Cuántos agresores sexuales y abusadores vio­lentos no hacen más que repetir las sevicias que ellos mis­mos sufrieron en su juventud? En la terapia familiar es frecuente constatar que en las situaciones de estrés los niños adoptan comportamientos análogos a los de sus padres. Del mismo modo, tenemos ante nosotros ejemplos de naciones que emplean respecto a otros pueblos las mismas tácticas inhumanas que ellas mismas tuvieron que soportar en tiempos de opresión.

No pretendo hablar aquí de la venganza como tal, sino de los reflejos ocultos en el inconsciente individual o colectivo. Por eso, en el perdón no debemos conformamos con no vengarnos, sino que tenemos que atrevernos a llegar hasta la raíz de las tendencias agresivas desviadas para extirparlas de nosotros mismos y detener sus efectos de­vastadores antes de que sea demasiado tarde. Porque tales predisposiciones a la hostilidad y al dominio de los demás corren el riesgo de ser transmitidas de generación en ge­neración, en las familias y en las culturas. Sólo el perdón puede romper estas reacciones en cadena y detener los gestos repetitivos de venganza para transformarlos en ges­tos creadores de vida.

Vivir con un resentimiento constante

Muchas personas sufren por vivir con un perpetuo resen­timiento. Consideremos únicamente el caso de los divor­ciados. Los estudios recientes sobre los efectos a largo plazo del divorcio han mostrado que un elevado número de divorciados, especialmente mujeres, sigue alimentando mucho resentimiento hacia su ex-cónyuge incluso después de quince años de separación. En mi experiencia clínica he podido a menudo comprobar que algunas reacciones emotivas desmesuradas no son más que la reactivación de una herida del pasado mal curada.

Ahora bien, vivir irritado, incluso inconscientemente, exige mucha energía y mantiene en un estrés constante. Entenderemos mejor lo que ocurre si tenemos presente la diferencia entre el resentimiento, que engendra estrés, y la cólera, que no lo hace. Mientras que la cólera es una emoción sana en sí misma que desaparece una vez expre­sada, el resentimiento y la hostilidad se instalan de manera estable como actitud defensiva siempre alerta contra cual­quier ataque real o imaginario. Por consiguiente, quien ha sido dominado y humillado en su infancia determinará no dejarse maltratar nunca más, por lo que estará siempre sobre aviso. Además, tendrá propensión a inventar histo­rias de complots o de posibles ataques contra él. Esta situación interior de tensión sólo podrá solucionarla la cu­ración en profundidad que opera el perdón.

El resentimiento, esa cólera disfrazada que supura de una herida mal curada, tiene también otros efectos nocivos: está en el origen de varias enfermedades psicosomáticas. El estrés creado por el resentimiento puede llegar a afectar al sistema inmunitario, el cual, siempre en estado de alerta, ya no sabe descubrir al enemigo, ya no reconoce los agentes patógenos y llega incluso a atacar órganos sanos, a pesar de estar destinado a protegerlos. Así se explica la génesis de diversas enfermedades, tales como la artritis, la ateroesclerosis, la esclerosis en placas, las enfermedades car­diovasculares, la diabetes... Entre las mejores estrategias defensivas contra los efectos nocivos del resentimiento, Redford (1989: 42)1 recomienda la práctica habitual del perdón en la vida cotidiana.

Carl Simonton, en su libro Guérir envers et contre tous (1982), después de describir las diversas investiga­ciones científicas sobre el vínculo de causalidad entre los estados emotivos «negativos» y la aparición del cáncer, consagra todo un capítulo a demostrar que el perdón es el mejor medio de superar el resentimiento devastador. Con la ayuda de una técnica de imágenes mentales, invita a las personas aquejadas de cáncer a desear el bien a los que les han herido. Quienes han utilizado esa técnica han ex­perimentado una clara disminución de su estrés, e incluso se han sentido capaces de combatir su enfermedad. Es cuando menos sorprendente que un enfoque tan sencillo del perdón haya podido producir efectos tan beneficiosos.


Permanecer aferrado al pasado

La persona que no quiere o no puede perdonar difícilmente logra vivir el momento presente. Se aferra con obstinación al pasado y, por eso mismo, se condena a malograr su presente, además de bloquear su futuro. En la obra de Eugene O'Neill El largo viaje del día hacia la noche, Mary Tyrone se consume dando vueltas sin cesar a un pasado penoso y cerrado al perdón, y llega a ser una carga y una fuente de problemas para los miembros de su familia. Su marido, exasperado, le suplica: «Mary, ¡por amor de Dios, olvida el pasado!». A lo que ella responde: «¿Por qué? ¿Cómo podría? El pasado es el presente, ¿no? Y también el futuro. Todos intentamos salir de él, pero la vida no nos lo permite». Ante su incapacidad de perdonar, su vida se paralizó. El recuerdo del pasado vuelve a exacerbar su antiguo sufrimiento. El momento presente se malogra con cavilaciones inútiles; el tiempo pasa sin felicidad; la posible alegría de las relaciones personales se desvanece. El futuro está cerrado y es amenazador: ya no hay nuevos vínculos afectivos ni nuevos proyectos ni riesgos estimulantes. La vida se ha quedado anclada en el pasado.

Mi experiencia clínica con las personas que están ex­perimentando un duelo por la muerte o la separación de un ser querido me ha probado que el perdón es la piedra de toque que permite verificar si el desapego del ser amado ha alcanzado su término. Después de haber ayudado a la persona a reconocer su herida, a limpiar su universo emo­tivo y a descubrir el sentido de esa herida, la invito a realizar una sesión de perdón: perdón a sí misma, a fin de eliminar cualquier rastro de culpabilización, y perdón al ser querido desaparecido para expulsar cualquier resto de resentimiento causado por la separación. En la dinámica del duelo, el perdón representa una etapa fundamental y decisiva, pues prepara el espíritu para la siguiente fase, la de la herencia, momento en que la persona en duelo re­cupera todo lo que había amado en el otro. Más adelante describo con mayor detalle la etapa de la herencia, así como el ritual que permite recibirla (cf. p. 172).

Vengarse

Las primeras secuelas de la vida sin perdón no ofrecen nada gratificante, como acabamos de comprobar. ¿Y qué ocurre con la venganza?; ¿presenta perspectivas más alen­tadoras? Se trata, sin duda, de la respuesta a la afrenta más instintiva y espontánea; sin embargo, J.M. Pohier (1977: 213) afirma que intentar compensar el propio sufrimiento infligiéndoselo al ofensor supone reconocer que el sufri­miento posee un alcance mágico que dista mucho de tener. No cabe duda de que la imagen del ofensor humillado y sufriendo proporciona al vengador un gozo narcisista; ex­tiende un bálsamo temporal sobre su sufrimiento personal y su humillación; da al ofendido la sensación de ya no estar solo en la desgracia. Pero ¿a qué precio? Es una mínima satisfacción, que no es auténticamente gratificante y carece de creatividad relacional.

La venganza, en cierto modo, es una justicia instintiva que proviene de los dioses primitivos del inconsciente y tiende a restablecer una igualdad basada en el sufrimiento infligido de modo mutuo. En la tradición judaica, la famosa ley del talión «Ojo por ojo y diente por diente» tenía el propósito de reglamentar la venganza; pretendía atenuar las palabras de Lamek, el hijo de Caín, que proclamaba ante sus mujeres: «Por un cardenal mataré a un hombre, a un joven por una cicatriz. Si la venganza de Caín valía por siete, la de Lamek valdrá por setenta y siete» (Gn 4, 23-24). El instinto de venganza ciega al que sucumbe a él. ¿Como es posible evaluar el precio exacto de un su­frimiento para exigir del causante un sufrimiento equiva­lente? De hecho, el ofensor y el ofendido se lanzan a una escalada sin fin en la que cada vez es más difícil juzgar la paridad de los golpes. Pensemos en el ejemplo clásico de la «vendetta» corsa, en la que los asesinatos de inocentes se suceden generación tras generación. Por supuesto, las «vendettas» de nuestras vidas cotidianas son menos sanguinarias, pero no menos perjudiciales para las rela­ciones humanas.




Intentar pagar al ofensor con la misma moneda hace entrar a la víctima y al verdugo en una dialéctica repetitiva. En la danza de las venganzas más que llevar se es llevado. Como un mimo sin libertad, se obedece a los gestos del provocador y se es arrastrado a replicar con acciones aún más envilecedoras. La obsesión de revancha encierra en la espiral de la violencia. Sólo el perdón puede romper el ciclo infernal de la venganza y crear nuevas formas de relaciones humanas.

Cuando se establece un clima de venganza, es fre­cuente olvidar su impacto destructor sobre el entorno en su conjunto. Por ejemplo, conozco una institución escolar donde un conflicto de personalidades entre el director y un profesor degeneró en una batalla campal entre dos fac­ciones del profesorado. El clima de desconfianza y de sospecha se propagó incluso entre el alumnado. El am­biente de trabajo y de aprendizaje se enturbió cada vez más hasta volverse insufrible. Por ello hay que subrayar la primordial importancia de una actitud de perdón entre las personas con autoridad; porque si se dejan arrastrar por su espíritu vengativo, cabe esperar que el conflicto alcance enormes e incontrolables proporciones entre sus subalter­nos.

La satisfacción que proporciona la venganza es bre­vísima y no es capaz de compensar los daños que habrá ocasionado en la red de relaciones humanas. Además, de­sencadena ciclos de violencia difíciles de romper. La ob­sesión revanchista no contribuye en nada a sanar la herida del ofendido; por el contrario, la agrava. Por otra parte, no hay que pensar que la mera decisión de no vengarse es, de por sí, equivalente al perdón. No obstante, es el primer paso importante y decisivo para emprender el ca­mino del mismo.

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